Miro el cielo mientras camino y pienso que quisiera estar ahí en ese letargo nuboso, blanquecino. Advierto que mis pies siguen caminando mientras fantaseo entre nubes blancas , rechonchas y estúpidas; y las grises, algo más suspicaces. Mis pies aún marchan con mi consentimiento implícito, esquivando charcos, piedras, sanjas, mierda, niños, viejas y perros. Cabalgando el automatismo más asqueroso. El mundo desfila frente a un vidrio y se inventa que es un espejo, escucha su meada dar en el suelo y se imagina que son aplausos. El mundo está tapizado de dioses y reyes que se pavonean y valen menos que una cagada de puta, llena de lubricante y semen amarillo.
Después de escribir me siento con un aire de haber cagado una enfermedad horrible, sin sonrisa pero complacido. Liviano, triunfador en mi propio juego, cumplido, mío. Habiendo defenestrado un par de ídolos me siento como la bala de un antiguo western, que surca una escenografía barata de pueblo polvoriento con caballos, indios, vaqueros, cantina, botica, sheriff y prostíbulo obligatorios, riñas públicas, borrachos y un cementerio verdaderamente poblado. Y soy como esa bala que mata al bueno. Injustamente, cruzo entre sus harapos de utilería y su mugre ficticia, y le muerdo un costado, rompo su costilla flotante, atravieso un riñón, revoto en otra costilla, trituro el hígado, vuelvo a revotar desde el esternón y perforo el pulmón sin problemas para estacionarme irónicamente cerca de su corazón intacto. El hijo de puta que me disparo desde el suelo, herido, sonríe y muere adivinando el final de su obra. El héroe pusilánime inspira hondísimo y cae de rodillas con ojos y boca muy abiertos, tratando desesperado de atrapar algo de lo que se le escapa, sus manos se rinden, su espalda golpea el suelo sin revotar y se levanta una nube de polvo insolente.
Aturdido, desenfocado, le como las nueces al capitán, mudo, dientes de cobra, alfombras árabes y chaquetas color rojo pútrido. Un viento helado que tiembla, tirita, entre tus huesos. Tu entrepierna tibia y tus espaldas adecuadas. Tus ojos solemnes de olor dulce embriagante, tus muslos jóvenes me enternecen, otra vez tus ojos, más negros que nunca, negros como tu pelo, largo como mis cavilaciones de día nublado, ondea como el viento entre los árboles del monte tupido, ondas tan hermosas como el horizonte desértico, mosaico de dunas destilando esperanza de oasis fresco, amoroso, cautivante, me pierdo en tu oasis.
El hombre que se caga los talones, los tobillos, revientan los tendones, destroza los mordillos al choque eléctrico en la sien. Hombre que habla con una voz terrible, que aterriza tan tremendo. Su mirada es un hacha y su parpadeo es como el chasquido nefasto del arma fallando, quebrándose, destrozando los huesos de su mano diestra, un hueso se le clava en la ingle, otros se pierden en el suelo amplio.