martes, 30 de abril de 2013

Retrato inasequible.

Cuando pregunte ¿Qué es muerte?
vas a suspirar un par de veces
e inspirar profundo otro par
mirarme
mirar el vaso vacío en la mesa
mirar a las personas, afuera
las que no te ven
siempre intentando escapar
pero, sin encontrar refugio
cinco palabras van a salir de tu boca
esa bestia roja
una, la última: Paz.
Y luego, inútilmente, retractarte.

Exténuer.

Es flagrante
la forma en que lo completo
es nulo.

La forma en que el existir es para la necesidad.
Y cómo ella toma el vaso con todos sus dedos.

Rompe los ojos la nada impresa
en los tiempos felices, en el amor lleno.

Es igual, entre sus labios
como la química en los libros,
lo completo es inerte, lo perfecto está muerto.

El desequilibrio, lo problemático,
es lo que vive, la guerra es lo afectivo,
lo que se incendia y ruge ciego.

No somos mente cautiva en hueso.
Bocas abiertas somos: el deseo.

Y si no fuera por eso,
sería ese amor apenas,
un ilegítimo consenso.

lunes, 29 de abril de 2013

Vuelve.


La vida grita, 
sangra, 
escapa el plañir y el moco, el patetismo, 
la vida falla, sangra oscura y espesamente, suplica, 
pregunta, reclama, duda, 
acepta y, siempre, cien veces grita. 
La muerte calla, pero gana.

Siempre cínico, 
dejando de mostrarse por largas temporadas, 
vuelve despacio, 
sin vergüenza, 
a pararse a tu puerta el nihilismo. 

Otra vez. 
Sin golpear jamás.

sábado, 27 de abril de 2013

Improbable.

Insomne
o infame
ateo invulnerable

o triste y lacónico

elegante

o costra balbuceante

malherido narcisista
o crudo nihilista

bípedo ocasional
o vacilante

 reptil

Letrado
o imbécil.

lunes, 15 de abril de 2013

El bastardo.

Tengo este libro que empieza en su página 53, que vi necesario rescatar de la basura, aún algo borracho, aquel sábado apenas amanecido. Es que, claro está, el valor de las cosas lo pone mi neurótico. Tengo una decena de perfumes casi intactos y otros tantos libros, la gran mayoría, ya tactos. Tengo un bastón. Tengo pomada y cepillo. Tengo un enorme diccionario del año en que nací, 1992. Tengo analgésicos, antiácidos, monedas de otros países, tengo librillos mediocres, tengo un montículo de las pocas prendas que uso regularmente. Tengo algunas herramientas y más de dos docenas de negativos fotográficos adecuadamente almacenados. Tengo lápices de colores que jamás usé más que ocasionalmente. Tengo la mamadera de vidrio que me dio leche hace un buen tiempo. Tengo una cámara que chasqueó fotos al rededor de diez años antes de mi primer llanto en el quirófano. Tengo una máquina de escribir muy culposamente polvorienta. Tengo dados, botones, un bajo, tengo diccionarios de varios idiomas, pedazos de quién sabe qué, pelos de gato en la ropa y una pluma que trágicamente cayó de punta. Tengo esta navaja automática, que mi padre encontró hace años en una mochila abandonada, y que reparé apenas hace unos días bajo un estado maníaco. También tengo café, bastante, y las obvias damas: acidez, ansiedad e insomnio... y tengo este lápiz chino. También tengo, frente a mi cara, un reloj de arena que mi madre, con toda su esperanza puesta en mi respuesta, me regalo ayer. Y se me antoja que regalándome esta obviedad acerca del paso del tiempo, retrató lo aberrante en el acto de dar vida. Nunca le hice justicia a su bondad. Parece, ahora, apenas clara la tan versada relación entre aquellos, Eros y Tánatos, que tan vehemente rehusé por mucho tiempo. Las madres aman devotas aquello que han condenado a la miseria por narcisismo. No podríamos amarlas por darnos la vida, jamás, han hecho algo terrible. Nos han arrojado desnudos en esta tragedia. Sin embargo, y sin vergüenza, adoramos su ingenuidad, fuente de su poder. Las adoramos, y es donde nace lo amado.