domingo, 27 de marzo de 2011

El turno de la Noche.

I
Al instante mismo de abrir los ojos, me arrebató el aliento un terrible dolor. Justo en mi cráneo, me mantuvo en la cama otro buen rato, lancé a la pared todas las blasfemias que logré recordar, además de todo lo que encontré a mano. El aire estaba viciado, había dormido todo el día y el mal sabor seguía en mi boca. Afortunadamente había agotado mis últimas reservas de alcohol para lograr tomar esa siesta, la que duró casi 15 horas. De todas formas no funcionó, no había escrita ni una sola palabra en el papel que mi maquina de escribir, medio tragando medio vomitando, ostentaba límpido, lozano y rozagante. Estaba aún peor, mi cuerpo se sentía indescriptiblemente maltrecho. Abrí la ventana, el gato no aparece desde hace tres días, espero, al menos, que haya muerto rápido. Aunque él hubiese deseado morir como consecuencia de una pelea a muerte, con su honor de guerrero intacto. Pero a mi el honor no me va. Mi cabeza asomó por la ventana sin consultarme, llené mis pulmones, o sus retasos, con ese aire cruelmente helado que siempre me gusto tanto. Al hundir la cabeza de nuevo en el espeso vaho que era el aire en mi apartamento, decidí salir a caminar. Un paseo iba a cansarme y lograría, al fin, conciliar el sueño sin la necesidad de recurrir a droga alguna. Efectivamente salí, no antes de la exhaustiva búsqueda de mis llaves, que, bajo un montón de libros y papeles, como no podía ser de otra manera, me esperaban sólo para poder burlarse de mi incompetente desorden. Exactamente cuando me disponía a abrir la cerradura, el teléfono sonó con todas sus fuerzas, como si el mundo zozobrara ante su potencia. No tenía nada que perder y menos por ganar, lo aventé, arranque el cable de la pared y salí al pasillo. Estaba ya muy cerca la media noche, por lo que no esperaba encontrarme a ninguno de los vejetes que habitan como helechos el edificio. Pero, arrojando por la borda todos mis pronósticos, ahí estaba, la amable viejita al fondo del pasillo. Siempre imaginé las dificultades de los camilleros el día de su muerte. Ella saludó como de costumbre. Yo, con el cerebro a medias luces y algo atónito, no logré más que agitar mi mano vagamente. Camine por el pasillo, mirando las manchas de humedad en el techo... siempre lo hacía, y solía llevarme por delante a los nietos de los viejos, a los viejos y a sus mascotas, algún que otro antiquísimo insulto solía brotar de entre sus polvorientos dientes postizos. Insultos que muchas veces aproveché en la vida. A su manera, aquellos viejos me enseñaban, aunque no quisieran yo aprendía.

II
Lo conseguí, no di vuelta atrás por las escaleras, mi absurda travesía no se vio truncada por mi severo raciocinio. Golpea, una vez más, el viento helado en mi rostro en forma despiadada, y una vez más lo gozo profundamente. Con el sonido urbano de un Jazz lento, casi puedo ver el reflejo del neón en la calle mojada, sobre ella, el humo pálido es rociado desde el escape de un auto bastante viejo. La noche es joven pero está maltrecha. Y yo, un pobre loco, que nadie soy y nada quiero, que nada más voy, como un espectador, tal como si una mampara me mantuviera a salvo, o cautivo. El Jazz, suave, sigue bailando con sigo mismo en su propio idioma. Tropiezo con una baldosa floja, y al verme, me hecho a reír... era una excelente metáfora sobre mi mismo. Pensaba en cuantas exquisitas frases, versos y analogías iba a perder esta noche por no traer lápiz y papel, los más simples y viejos instrumentos de este, un escritor de poca monta. Por momentos un piano y una brisa me anulan, pero sé que todo cuelga del aire, y sólo una metáfora viene a mi, el suelo es de cristal y va romperse, antes o después, y la sangre ya no se aguanta, y quiere correr. Entro en pánico, no quiero morir, tengo que sujetarme de algo, me rompo los dientes intentando morder el aire. Es inapelable, es necesario que la noche se quiebre. Mis rodillas se doblan y me tumbo. Siento el suelo, es tan firme y duro como lo recordaba. Es familiar, tantas veces me acogió, no iba a dejarme caer más allá de él, eso nunca. Reaccioné después de un par de segundos. Sin sacudirme el polvo seguí camino, seguramente el mundo se encargaría de sacudírmelo luego. Caminé por horas, mis piernas se adormecieron en un punto determinado. Me sentía muy extraño en aquella avenida, en el día era un carnaval de mercaderes y mercaderías seductoras. En la noche era lugar de vagos, borrachos, traficantes y prostitutas. Como si al caer la noche, tocara un timbre, y llegaran al turno de la noche esta panda de truhanes. Truhanes... no digo que sean mala gente, sólo es la manera en que son vistos, incluso por ellos mismos muy en el fondo. No creo que sean peores que los del día. De pronto una vos sonó en mi cabeza, una cita que decía resonante -Me sentí un intruso en el caos-. Era Borges, otra vez. Era para mi muy claro a estas alturas. Este viaje era muy necesario para lo que fuera a ser de mi.

III
Habiendo caminado, observado detenidamente, analizado y estimado cada uno de los metros que encontré por delante de mi, me dispuse a levantar la mirada, una última vez antes de marcharme de vuelta a mis catacumbas de aire espeso. Ahí estaba, ostentoso, demostrando su poder, el amanecer. No lograría, por más parafernalia que expusiera, enternecerme en lo más mínimo, mi alma murió ahogada en un charco de vomito hace ya mucho tiempo. No fue en vano, alimento a mis ratas con su poca carne podrida. El amanecer era para mi, más que la conclusión de la noche o el comienzo radiante de un nuevo y hermoso día, una cortina de acero. Una vez caída, toda dignidad que restase en mi cuerpo carcomido por la travesía habría de evaporarse como el alcohol en tu brazo antes de la inyección letal. Me desesperó aventurar conclusiones sobre mi paradero. Camine durante horas, ¿oh fue, a caso, mi fiebre jugándome una vez más una amarga broma? -Tal vez no esté todo perdido-, se atrevió a murmurar una incauta y diminuta voz en mi interior profundo. Alcé la mirada una y otra vez buscando referencias... nada. Perdido, solo, por completo desesperado. Resolví instantáneamente volver sobre mis pasos. El sol ya asomaba al final de la infinita avenida, busqué, en vano, algún refugio. Era todo, mi paseo nocturno dio a mi ser lo que mil nauseas no lograron, lo que cientos de insomnios no me ofrecían siquiera, lo que toda una vida busqué entre polvos mágicos y recetas arcaicas... era el final, el sol señoreaba, y el día llegaba imparable, omnipotente, desdeñoso y vigoroso sobre mi nuca que transpiraba tal aberración con humano sufrimiento. El negro cielo, mi negro cielo, se volvía en rosas, luego en tonos naranjas y finalmente celeste. El fulgor del amanecer con todo su resplandor me caía encima como la sentencia que era, una sentencia de vida.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Estar.

Perdido en ese punto del abismo.
Soy una gárgola de mármol
cubierta de musgo frío y ocre.
Clavada en un lugar inalcanzable,
irrecuperable.

El tiempo es un gemido
que se precipita iridiscente.
Soy una estaca en este,
mi páramo desolado,
soy un punto en el abismo ardiente
de la vida que va y no vuelve.
Soy más que un montón de polvo
y menos que alguien que no pidió permiso.

Hoy vengo de la masacre de mis sueños
justo a este punto a respirar
aire ahogado y desabrido.
Soy como el hombre serio
que camina recto,
que a la orca va,
soy como el lento
que no quier llegar.

martes, 8 de marzo de 2011

Ahora no.

No, ahora no.
Después del alcohol,
cuando el vaso dé en la mesa
el golpe sordo de la condena
y cuando el piso dé en mi cabeza
maltrecho por el delirio febril,
y el sudor y la nausea,
la inconsistencia del discurso,
las miradas lanzadas al azar,
las vueltas en el suelo,
el mareo y los tumbos.
En ese momento pregúntame:
si soy feliz, qué quiero,
de donde vengo,
a donde voy,
y por supuesto
quién carajo soy.

viernes, 4 de marzo de 2011

Nada.

Nada más, no hay nada
nada más que el sol entrando por la ventana
nada más que hacer esta mañana
un sonido molesto
un par de cosas raras
las marcas de la madera vieja
el sonido de tus pasos por el pasillo
la sombra en los pliegues de una sabana
arrugada en el centro de la cama
un techo blanco sobre tu cabeza
días mirados por la ventana
una lenta melodía silbada
nada más de monstruos ni hadas
nada de tristes tonadas
no más patadas a tu pobre espalda
nada más que tus cosas desarmadas
solo con tu pared
y una espada desafilada.