jueves, 27 de septiembre de 2012

Damocles.

Come algo Damocles, por favor. Si no hubiese sido el justo Dioniso, si hubieses sido tú, quien habiendo dejado crecer por largo tiempo un único cabello en tu asquerosa cabeza adornada por babas y pústulas, lo hubieras lanzado sobre una viga para sostener tu propia espada. Cobarde. La que ahora no te deja probar bocado, sería tuya. De ese modo... ¿Por qué no habrías de gozar de los más finos manjares, y por qué no habrías de darte a los más lascivos festines, por qué no arrasar la mesa con tus fauces, y por qué no arrobarte dentro y fuera de las hermosas doncellas, y afanarte en los placeres más perversos? Si hubieses colgado valiente tu espalda furiosa sobre tu cabeza, sería en tus manos tu apetito.

martes, 18 de septiembre de 2012

Y si de pronto.

Era otro aquel
era yo mirándote
corriendo tras mi parietal
corriendo para saltar
de mis ojos a los tuyos
de gritos que dan lo fulgurante
a las estrellas que salpican
tus labios flama fascinante
y si de pronto en tus ojos
una agitación de tus lágrimas
colisión en mis párpados
un quebrarse...
y sangrar agua salada.

Y una última bendición...

             La vida con el horizonte al cuello. Morir chistando algo que pesa. Ir en la canoa con el muerto amarillo de fiebre, ya soltando pus por los costados. La muerte tras toda puerta, y la vida que, en un macabro envilecimiento, no atreve pasos en la sombra.
             Enfermar los ojos contra un muro blanco y teñir de vida esa burda masa inmóvil. Caminar la selva con la mierda pesando en los bolsillos, los pantalones cayendo y seguir con los pasos más torpes y más firmes y más lentos y más pasos.  Tiene ya mucho de cadáver el espectador que recibe un mundo muerto de cosas que se recuestan en sus ojos tiesos. El borracho clava la mirada que divagaba niña muchos años atrás.
             El pánico atrapa los muslos dulces, cubiertos de almíbar, en el cemento maníaco. Una mano atrapa a la otra y los rostros en el suelo que se moja de saliva, alguno aún se retuerce y es procesado, embastado y extraditado a la dimensión objetal con un sello y un formulario.
             La sangre corre en las venas, desde las venas, por los pezones, vientre abajo, gotea en los codos, llena el cerebro medio y la sala de máquinas no tiene desangre. Las bombas caen, o suben por la tráquea y se sueltan inocentes como niños muertos que se despedazan a los pies de su madre. Todo esto y la señora que aporrea con resoplidos esa vida congénita.

Así era entonces.

            Erase una vez, cuando el mundo era más hermoso y tranquilo. Y se cortaba el dedo que se movía, y se extraía lo disfuncional. En aquel campo yermo rebosante de temor, en esa tranquila y suave lluvia de azotes en las nalgas, entre los bigotes que blandían cinturones, padres bastardos de sus propios hijos, cometiendo en las bellas noches de verano, bajo los más frondosos olivos, las más pulcras y finas violaciones, los más sublimes y admirables abusos. Oh, en aquellos magníficos tiempos de guerra, cuando el hombre aún cometía y reincidía en las buenas costumbres; cubría el orbe de esplendorosa podredumbre y paseaba chapoteando las botas en la mierda, y era público en el cadalso, la horca: los pies en péndulo, la irónica eyaculación; así era entonces, cuando el hombre más se amaba.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Nada.

Cuando comencé a morir no hubo escándalo. Una mirada a mi cuerpo intacto les devolvía el habla y la calma, y los enviaba de un golpe seco al mundo de las preguntas. Preguntas que se erguían como neblina sobre mis hombros ante sus miradas, aún estupefactas en cierto grado.
-Pero... ¿cómo? si…
-¿Y cómo no...?
Enseguida tenía lugar la danza de los suspiros, desencantados se soltaban dando medias vueltas sobre el pié derecho, mirando las paredes blancas como ajenas, el cielo despejado y pobre, dando un paseo senil con la mirada más pueril y vaga, buscando esas respuestas divinas que nunca me importaron. Yo era ya parte de ese universo de materia muda. Era ese aspecto inorgánico, el que sólo entraña misterios y no se responsabiliza de la cuestión humana, de su curiosidad o de su insaciable recital de preguntas.
Venía yo, así de desganado e imbécil, a destruir por completo la calma racional ya tan instalada, con respecto a mí, en las pocas personas que me rodeaban. Uno por uno iban cayendo y dando sus dientes contra el desconcierto, rompiendo a llorar los ojos contra la materia oscura del otro lado del telescopio.
Mi cara invariable de pasiva obsolescencia era tan dura que algunos la rehuían tras ser bestialmente golpeados por ella. Mi mirada tan plana levantaba paredes de bocas abiertas y estalagmitas del llanto incontrolable que brota de la rabia, lágrimas sin pena, enojadas.
No tardó mucho en llegar el momento en que todos estaban ya en el infierno de mi deceso. Incluso llegó antes de que yo mismo hundiera mi cara en eso otro de mí, en esa nada no-ente que no admite sensación o juicio, que aturde con su atronadora inexistencia, y que viene vociferando calurosamente su pretendida inocuidad.
Esos pocos que se quedaron con los ojos en el suelo, me enterraron antes de tiempo, mucho antes, no sé cuanto, en el momento en que se disipó la duda irresoluble, cuando se desvaneció la rabia y la poca pena que no se comprendía. La vida volvió a la normalidad mientras yo seguía ahí, me ignoraban, ya empezaban a molestarse con mi presencia.
            -¿Cuándo te vas a enfriar de una vez?- preguntó mi padre con tono de reclamo insensato, un martes cerca de las ocho de la mañana.
–Esas cosas se saben bastante tarde ¿no te parece?- le conteste viendo como iba enojando y avergonzando su cara al mismo tiempo.
            No sé cuánto tiempo pasó, le di mi reloj barato a un tipo que bajaba de un auto caro cerca de la costa –Atrasa un minuto por semana- le dije, y lo vi morir del desconcierto. Me pasé varias noches yendo a escuchar a un saxofonista en la calle, ciego, tocaba bastante bien por unas monedas. No le di ni una, no tenía. Estuve ahí, mirando a las personas pasar y revisar los bolsillos cobardemente para no parecer los cerdos que eran. Unos niños se divertían dejando caer tornillos en las monedas, no lo engañaban, después de horas noté que el sonido era muy distinto.
Extrañé la risa de ella, no la volví a ver, no podía hacerle eso, ella siempre creyó que había muerto de un golpe, sin sala de espera, ni largo pasillo, ni tono de marcar, ni cigarrillos consumiéndose en los ceniceros con arabescos de humo blanco. Yo me paraba en una esquina muy transitada para ver como pasaba sin que ella pudiera verme. Al principio me dolían sus ojos rojos, con los días volvieron a la normalidad, pero algo no era igual, sobre todo el incontrolable impulso por correr hasta ella, las lágrimas casi no me dejaba verla, me mordía las manos, apretaba los dientes para no escupirme de bronca, sólo ella me volvía al dolor de la vida.
Por lo demás, mis días apestaban a un vacío inconmensurable, era un hueco lleno de pus en el espacio-tiempo. Parecía no ser mundo. Ahora supongo que me debo haber ido desvaneciendo paulatinamente. Sobre todo porque mi madre parece ya no verme sin empeñarse realmente. Hace un par de días me paré enfrente de ella en la esquina donde siempre la veía pasar, se llevó la mano a la cara y se le cayó una exhalación de un dolor horrible, creyó estar recordándome. Ahora que termino de extinguirme, lamento el no poder extrañarla.