domingo, 26 de agosto de 2012

El cadalso.

Confundir un momento la mirada
como la hoja de acero cayendo
recta y difusa huyendo

un momento de aire helado
dos espacios vacíos
un millón de chirridos

doblar los codos uniendo los dedos
y abrir la camisa
en un sólo movimiento

la velocidad de la guillotina sin asco
el sonido de la sangre en el aire
corriendo a jugar calle abajo

la cuchilla plana como la mirada del niño
la madera empapada en sangre
llena de espasmo y crujido.

jueves, 23 de agosto de 2012

Retrato Nº3455

Preciosa como la última lágrima
como dedos fríos y ojos que me estacan
como la primera sonrisa de la primavera
como un árbol en flor callado en la pradera.

viernes, 17 de agosto de 2012

Otredad.

El trueno y la queja de los vidrios
un momento
inmóvil frente a la lluvia
y lo primero que evoco
es la vida clara saliendo de tus ojos
y mis ojos a media luz
los brazos que te aprietan
un fluido que brilla como una galaxia
manos que confluyen con los cuerpos
rostros que encajan como piezas
dedos que se encuentran
rodillas, antebrazos
pies que no se encuentran
vivir en tu respiración
abandonar la oquedad
caminar la lluvia imberbe
mirar con ojos blandos
el viento que sopla entre las rocas
correr a todo tu pelo
toda tu suavidad
adorar todo tu infierno.

miércoles, 1 de agosto de 2012

De pronto.

Hay en mi cara las miradas de otros
corren por tu antebrazo en lineas azules
se liquidan unas a otras en mis hombros
saltan al vacío desde tu voz lozana
descubren algo siniestro en mí
otra vez de ese color
de pronto se retiran de la guerra
vienen a vocear la ternura
se llenan todas las manos de ponto
se aturden todos los vocablos
de pronto un limpiar los conductos
un respirar mojado
de pronto un final de ojos limpios.

Cuestión.

IV

       Dejarse ir por toda esa ternura de uñas crecidas, esa conmoción dentada y tan profunda que le arrojaba hacia afuera, para romperle el cuello, sería en este instante un acto del más frondoso amor.
       André, atormentado, no se sabe amante, no se concibe sino bestia desarrapada, no se figura su rostros sonriendo al lado de suyo también sonriente. André se ve tan árido y tan pobre que no aventura siquiera el abandono de su espíritu, el darse a la soledad por completo, pero tampoco puede conservar esa mano en la suya, no puede darle calor, no puede darle ese aroma dulce, no puede embriagarla en esos tragos más que besos, tan lentos, incendiarios, húmedos, tan ajenos y, por eso, tan duros como su mirada, su mirada de otro.
    André cree firme. André puede romperle la mano si no encuentra otro punto, otro lugar a donde enviar toda esa pasión, toda esa fuerza carnívora, es ímpetu dactilar, ese aire aniquilador, esa tormenta sorda. Cada vez que la mira, evita parpadear por miedo a perder la vista, cada vez que se rozan puede perder la vida en un espasmo. André tiene esa mirada, la mirada trágica de quien sabe que fue un error atroz, con espantoso futuro, amarrar a la bestia.
        André no teme, pero sabe que deberá descuidarse en algún momento. Las bestias sólo son amarradas para soltarse. Las bestias sólo se sueltan en pos de la más ciega destrucción, se mira las manos temblando -tal vez, esa destrucción, pueda ser hermosa- piensa a tientas congelado por las imágenes.
       Sólo puede pensar en devorarla, tomarla por el brazo izquierdo con la mano derecha y por el cuello con la izquierda, morder sobre su hombro y desgarrar su hermosa piel de amanecer claro, hundir su nariz monstruosa en la tibieza de la sangre más dulce, licor granate casi negro, que ya brota hacia su pecho algodonado y retorcido, introducirse en esa misma tibieza de su piel perfumada, bajo ella y en ella, por entre su cabello, fundirse... pero apenas logra destrozar aquella belleza con sus fauces imperfectas, monstruo luctuoso, presionando los restos en reclamo desesperado, torpe, inocentemente despiadado.
-¡No!- abre los ojos, apenas logra arrojar un abrazo apretado y dar el tabique en su hombro con un tenor de muerte debida, y un suspiro de vida recobrada, con aire de momento fenecido.

De aquella vez.

        Mi mano, mi vermout y el pelo tan largo. Yuxtapuestos, ensimismados. Nuestros dedos roscados, dentados, se enredan con la torpeza del alcohol y el poco espacio de mi bolsillo derecho.
        Nuestros: soluto y solvente. Danzar de vocablos y tono suave que reposa en mi tímpano. Mirares nocturnos, y esas manos disolviendo mis nudos, mis calcificaciones, dándole forma a esta bola carmín parmenídea; lejanía del mar negro en la noche y en la cuidad de luces amarillas.
       Mi tacto difícil, aromas desvanecidos, y el sopor alcohólico me pierde el cuerpo, y los clorhidratos lo regresan; humos amables, extraños compañeros, y las alturas, las sombras en la negrura; la risión, hablando en poesía traslúcida, subyacente.
       Y manos que vienen, escaleras arriba, escaleras abajo y parar para vivir un poco en el descanso (en el mismo mármol).
       Caminando piramidal. Y vivir hasta después del amanecer, y seguir girando, y ser binomio y comer carne y miradas rojas, disminuidas; en el centro de la metrópolis (lejos de todo); y dormir casi un minuto en mi hombro que balbucea.
       Y se me enfría el espinazo en cuanto procedo, me arrepiento del saludo simplón, de la seña, y de que se detenga, de la escalera de metal, de caminar al fondo del pasillo, y de los ojos un poco más vivos mirando a través de la ventana blanquecina de mugre, y de ella irse cruzando la calle y haciéndose más blanca hasta doblar la esquina.