La última vez que te vi, te vi tras la madera, las rosas caían sobre el cajón. Allá en el fondo del poso golpeando impetuosas, esgrimiendo su orgullo perfumado como si sólo eso bastara. Las manos se quedaban sostenidas un instante con esa mueca de esperanza miserable... raquítica esperanza. Después de unos segundos bajaban, resignando de puño cerrado, lloriqueando entredientes, y refunfuñando volvían al saco negro, y volvían al pañuelo. Se escondían los rostros indolentes tras los velos, y los asistentes no charlaban, no decían que pena, un buen hombre, no se dejó oír la tristeza. Las personas se miraban con recelo. No había amigos esta ves, no había licor, nadie se miró a los ojos, los segundos sonaban como la tierra cayendo encima de la tabla, el reojo cundió esas pocas horas. La algarabía no se presentó, ni la melancolía. No faltó el rencor, ni algún perdido pésame verídico. La última vez que te vi, yo peleé esa tierra incómodo queriendo abrigarte, sin desconsuelo, ni un poco desconforme y sin penas mojando mi pañuelo. Ese día soleado, frío y seco, en invierno, no hubo lágrimas cayendo en aquel suelo al encuentro de tus huesos.
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