martes, 18 de septiembre de 2012

Y una última bendición...

             La vida con el horizonte al cuello. Morir chistando algo que pesa. Ir en la canoa con el muerto amarillo de fiebre, ya soltando pus por los costados. La muerte tras toda puerta, y la vida que, en un macabro envilecimiento, no atreve pasos en la sombra.
             Enfermar los ojos contra un muro blanco y teñir de vida esa burda masa inmóvil. Caminar la selva con la mierda pesando en los bolsillos, los pantalones cayendo y seguir con los pasos más torpes y más firmes y más lentos y más pasos.  Tiene ya mucho de cadáver el espectador que recibe un mundo muerto de cosas que se recuestan en sus ojos tiesos. El borracho clava la mirada que divagaba niña muchos años atrás.
             El pánico atrapa los muslos dulces, cubiertos de almíbar, en el cemento maníaco. Una mano atrapa a la otra y los rostros en el suelo que se moja de saliva, alguno aún se retuerce y es procesado, embastado y extraditado a la dimensión objetal con un sello y un formulario.
             La sangre corre en las venas, desde las venas, por los pezones, vientre abajo, gotea en los codos, llena el cerebro medio y la sala de máquinas no tiene desangre. Las bombas caen, o suben por la tráquea y se sueltan inocentes como niños muertos que se despedazan a los pies de su madre. Todo esto y la señora que aporrea con resoplidos esa vida congénita.

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