Ahí vamos, absurdos, nulos dejando huellas. Leyendo libros de setenta o más de doscientas páginas, trescientas y tantas, pero nunca de cien; esgrimiendo verdades en un mundo vago. Somos monjes ciegos predicando el libro sagrado que nos sopla el viento. Somos detestables mancos deambulando, hablando de caricias y golpes de puño. Tenemos la increíble capacidad de palpar nubes invisibles de un humo inodoro e inocuo que copa nuestras vidas. Eunucos en el bosque de las ninfas; ahí vamos, los hombres. Valientes suicidas invaluables, zombis, inocuos.
Tener sentido es un privilegio reservado para los seres pobres en voluntad creadora, genio y demencia, anomia intelectual; la deliciosa dialéctica no ha tocado sus cuerpos, no ha inquietado sus miembros y hecho vibrar sus pulpas inefables. No puede existir algo más penoso que un círculo que se cierra sobre si mismo, no concibo algo más estático, pobre, inmóvil, inútil, muerto, estéril. Sólo se debería ser improbable, irrepetible, errático, helicoidal, fluido, perverso, ondulante, un caprichosa espiral perfecta y divagante, extravagante montón de cosa viva, vertiginosa masa crepitando, degenerado ser peculiar, finito e inextinguible.
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