domingo, 25 de marzo de 2012

Islandia.

El hielo nocturno ya no es igual cuando amanezco. Ahora no siento tus pies, ni los míos. Ahora, los paseos nevados no saben a donde llegar, no descubren nada, bosques congelados ni lagos macizos. No puedo ver, ahora, el vapor de tu risa, ni calentar tus dedos rojos entre los míos, sentados en la nieve, mirándonos las narices también rojas y los ojos vidriosos. Sabemos todos muy bien que las lágrimas no se congelan, nadie tarda mucho en pasar la mano, la manga, el pañuelo, y sostenerlo en la cara un momento, inspirando, como robándose algo llovido, como si fuera tu pelo. Ahora me escondo en mi abrigo, como se escondían tus manos en mis bolsillos, y como escondías con tu mano tu sonrisa cuando nos miraban. Y camino extranjero, y escucho el ruido de los quehaceres y los sonidos diarios de cientos de personas casi vivas. Pero eso es más de lo que puedo decir de mí, de lo que puedo oír de mí, soy un silencio inabarcable, imposible de disimular. No hay palabras que no suenen burdas, de dedos cortos y gruesos, todo es torpe, pobre, un tronco sin extremidades confiables. La elegancia delicada y la gracia se congelaron en el camino del bosque, y este hielo ya no contiene nada para mí, es el tiempo sólido, apelmazado, que mis huesos rechazan. Hoy mis paisajes, otrora blancos, son pálidos intentos agresivos. Soy una roca irregular que no rueda, que se hunde en la nieve de la montaña. No puedo avanzar ni precipitarme,  no puedo llegar ni partir.

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