Todavía te rondan las pesadillas de aquel viejo deshecho. Se te pegaron como costras de penurias ajenas. Todos los días te descubren absorto, y sin despertar del todo, miras al mundo, esa enorme caverna, cuya enormidad se adivina sólo en el sonido de esa gota que golpea el charco cada dos latidos y medio.
Por encima entra hiriendo la negrura un haz de luz muy tenue, finísimo y plateado, transparente o color alba, atrevido y debilucho que no logra posarse en nada. Pero que deja escuchar una flauta lenta, la más triste, blanquecina como ese haz y tan prescindible como preciosa, como risas de niños hace años, como cualquier cosa clandestina que, a escondidas, es un tesoro inalienable, como las pelusas con polvo que se acumulan donde nadie mira. Como todas esas cosas que se gestan subcutáneas, como el espejo que un día te increpa adulto, en ese infinito cosmos negro, en tus propias catacumbas. Y tú, laberinto de tapias, miras desde el fondo de ti mismo, impávido, esa luz que te convence y que te mece en la esperanza, y en el lóbrego aire muerto de tu propio desconcierto, de tu órbita excéntrica, de tu patrón anómalo. Así andas en la caverna, de rodillas, a tientas, dando la cara en las rocas afiladas, desprendiendo sudor y monstruos de tu piel, conociendo tu mundo con la cara, con las manos, los pies y las rodillas sangradas.
genial. :)
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