Mi mano, mi vermout y el pelo tan largo. Yuxtapuestos, ensimismados. Nuestros dedos roscados, dentados, se enredan con la torpeza del alcohol y el poco espacio de mi bolsillo derecho.
Nuestros: soluto y solvente. Danzar de vocablos y tono suave que reposa en mi tímpano. Mirares nocturnos, y esas manos disolviendo mis nudos, mis calcificaciones, dándole forma a esta bola carmín parmenídea; lejanía del mar negro en la noche y en la cuidad de luces amarillas.
Mi tacto difícil, aromas desvanecidos, y el sopor alcohólico me pierde el cuerpo, y los clorhidratos lo regresan; humos amables, extraños compañeros, y las alturas, las sombras en la negrura; la risión, hablando en poesía traslúcida, subyacente.
Y manos que vienen, escaleras arriba, escaleras abajo y parar para vivir un poco en el descanso (en el mismo mármol).
Caminando piramidal. Y vivir hasta después del amanecer, y seguir girando, y ser binomio y comer carne y miradas rojas, disminuidas; en el centro de la metrópolis (lejos de todo); y dormir casi un minuto en mi hombro que balbucea.
Y se me enfría el espinazo en cuanto procedo, me arrepiento del saludo simplón, de la seña, y de que se detenga, de la escalera de metal, de caminar al fondo del pasillo, y de los ojos un poco más vivos mirando a través de la ventana blanquecina de mugre, y de ella irse cruzando la calle y haciéndose más blanca hasta doblar la esquina.
FU!
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