IV
Dejarse ir por toda esa ternura de uñas crecidas, esa conmoción dentada y tan profunda que le arrojaba hacia afuera, para romperle el cuello, sería en este instante un acto del más frondoso amor.André, atormentado, no se sabe amante, no se concibe sino bestia desarrapada, no se figura su rostros sonriendo al lado de suyo también sonriente. André se ve tan árido y tan pobre que no aventura siquiera el abandono de su espíritu, el darse a la soledad por completo, pero tampoco puede conservar esa mano en la suya, no puede darle calor, no puede darle ese aroma dulce, no puede embriagarla en esos tragos más que besos, tan lentos, incendiarios, húmedos, tan ajenos y, por eso, tan duros como su mirada, su mirada de otro.
André cree firme. André puede romperle la mano si no encuentra otro punto, otro lugar a donde enviar toda esa pasión, toda esa fuerza carnívora, es ímpetu dactilar, ese aire aniquilador, esa tormenta sorda. Cada vez que la mira, evita parpadear por miedo a perder la vista, cada vez que se rozan puede perder la vida en un espasmo. André tiene esa mirada, la mirada trágica de quien sabe que fue un error atroz, con espantoso futuro, amarrar a la bestia.
André no teme, pero sabe que deberá descuidarse en algún momento. Las bestias sólo son amarradas para soltarse. Las bestias sólo se sueltan en pos de la más ciega destrucción, se mira las manos temblando -tal vez, esa destrucción, pueda ser hermosa- piensa a tientas congelado por las imágenes.
Sólo puede pensar en devorarla, tomarla por el brazo izquierdo con la mano derecha y por el cuello con la izquierda, morder sobre su hombro y desgarrar su hermosa piel de amanecer claro, hundir su nariz monstruosa en la tibieza de la sangre más dulce, licor granate casi negro, que ya brota hacia su pecho algodonado y retorcido, introducirse en esa misma tibieza de su piel perfumada, bajo ella y en ella, por entre su cabello, fundirse... pero apenas logra destrozar aquella belleza con sus fauces imperfectas, monstruo luctuoso, presionando los restos en reclamo desesperado, torpe, inocentemente despiadado.
-¡No!- abre los ojos, apenas logra arrojar un abrazo apretado y dar el tabique en su hombro con un tenor de muerte debida, y un suspiro de vida recobrada, con aire de momento fenecido.
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