No noté la sangre porque hablaba con ella
-en mi mente, claro-.
Ya no quiere hablarme así.
Me quiere otras cosas -adivino-.
No vi jamás el charco bordó
creciéndome como una fosa,
abajo de la espalda,
arriba de las baldosas.
Y veía sus pies pasar,
y los de ella también.
No vi la sangre porque la miraba mientras se cepillaba los dientes,
mientras se vestía con el pelo mojado
pegado a la cara
diciéndome que no la mirara,
sonriendo un momento a otro lado
y volviendo a mirarla.
No me vi la muerte porque la besaba
y la seguía por el pasillo,
la miraba desde la puerta de la cocina
saludando a los gatos.
No me vi sangrar porque todavía estaba un poco dormido
mirándola dormir un poco desnuda.
No vi la sangre nunca salir del pecho,
por los sobacos, enfriarse los pies
después las manos, empaparse la espalda,
hasta la nuca y apagarse en la frente.
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